Vivir quiero conmigo

Cuando el mundialmente famoso artista de variedades Nemo Garay (de nacimiento bautizado como Nepomuceno Asdrúbal Garaycoechea Fernández) declaró a los medios periodísticos su intención de ingresar en la Cartuja de Bangladesh, nadie creyó en la veracidad de su contundente afirmación: ni su agente artístico que sabía muy bien la abultada cuantía de sus numerosos ingresos (funciones, regalías, etc.), ni su familia que siempre lo había creído medio mariposón, ni el superior del monasterio elegido porque no entendía su idioma. Ello no fue óbice para que Nemo llevara adelante su proyecto: donó a su agente artístico el abultado caché de su última producción, no le importó molestar una vez más a su familia haciéndose monje (como cuando decidió hacerse artista), y el superior del monasterio no puso objeciones a su ingreso al mismo, debido a que no entendía su idioma.

A despecho de todos, Nemo pasó con éxito el aspirantado, el noviciado y llegó a los primeros votos. De dicha ocasión estuvieron pendientes los medios –que en algún momento manejaron la posibilidad de hacer un reallity show sobre su proceso hacia la santificación, pero desecharon la idea porque la cosa parecía ir muy en serio-, su agente artístico, su familia y hasta el superior del monasterio, quien seguía sin entender su idioma pero empezaba a desconfiar de la veracidad de sus intenciones. La ceremonia se desarrolló con toda normalidad. Nemo pronunció sus votos con lo que pareció evidenciar a la vez una profunda devoción y una inmensa alegría. Después del sencillo ágape, tanto los medios, como su agente artístico, su familia y su superior debieron reconocer, al menos de momento, que el hermano Nepomuceno había comenzado con éxito lo que parecía ser en adelante su opción de vida.

Desempeñó en el monasterio los más variados oficios y labores; tanto por el ánimo de encontrar la mejor manera de servir a Dios dentro de la vocación a la que se sentía llamado, como por su inquebrantable voluntad de hallar el lugar en el cual efectivamente hiciera realidad tan loable propósito. Para ello fue portero, hortelano, luthier de instrumentos de cuerda, enfermero, bibliotecario, pastor de cabras, jardinero, pintor, reparador de vitrales y cuantas ocupaciones crea el lector apropiadas a la vida recoleta de un monje cartujo. Finalmente, se encargó de la cocina del convento, con lo cual su vida dio un giro espectacular.

La dieta de los monjes era sencilla y austera, consumida en medio del silencio de los comensales y de la admonitoria y esperábase que provechosa lectura espiritual realizada por el hermano de turno. La intervención del Hermano Nepomuceno en la elaboración de los frugales guisos tuvo un efecto curioso en los demás monjes. Todos parecían esperar con ansia la hora de las modestas colaciones, y a la vez, sentirse culpables del pecado capital de gula, con lo que aumentó el número de los confesos penitentes así como de los impuestas o autoimpuestas penitencias que redimieran la culpa ocasionada por el mencionado pecado capital.

El superior del monasterio -pese a seguir sin conocer el idioma que hablaba el Hermano Nepomuceno- no pudo dejar de notar que pasaba algo raro en el pío rebaño puesto bajo su custodia. Sus sagaces pesquisas, al mejor estilo del detective literario más avezado, lo llevaron a sospechar que dicho cambio se relacionaba de alguna manera con el Hermano Nepomuceno, y con su ocupación de cocinero del monasterio. Entre paréntesis, cabe mencionar que el venerable abad se encontraba un poco por fuera del general trastorno, ya que a la avanzada edad de ciento tres años había perdido un poco de oído (lo cual explica por fin su reticencia a aprender un nuevo idioma), algo de tacto, bastante olfato y carecía completamente de gusto. Conservaba únicamente la vista, gracias a Dios (nunca mejor dicho).

En mérito a la urgencia de la situación, solicitó la ayuda del Hermano Degollación de los Santos Inocentes, quien poseía particular habilidad para cualquier tipo de comunicación, incluso el lenguaje de señas, a pesar del voto de silencio que mantenía desde hacía veinticinco años. Pero el voto que le impedía hablar no le impedía oír, por lo que, gracias a su particular don, en poco tiempo pudo dominar el idioma del Hermano Nemo con toda fluidez; ayudó sin duda la dispensa especialmente otorgada por el abad para levantar voto su silencio, a fin de interrogar por su intermedio al sospechado causante de alterar la hasta entonces tranquila y sosegada vida de los benditos monjes.

A continuación se reproduce el breve interrogatorio efectuado por el padre abad al hermano Nepomuceno por intermedio del hermano Degollación (para abreviar):
A: ¿Se había dado cuenta que desde que usted se encarga de la cocina, nuestros hermanos se comportan diferente?
N: No, reverendo padre.
A: Por lo tanto, qué cree usted que puede haber ocasionado dicho trastorno, ¿eh?
N: No lo sé, reverendo padre. Con gusto lo ayudo en lo que pueda.
A: Sí, justamente del gusto parece que se trata todo esto. ¿Alteró usted el recetario tradicional de algún modo?
N: Sí, reverendo padre.
A: ¡Ajá! ¿Así que reconoce haber estado envenenando a sus hermanos, para manipular su voluntad con algún diabólico propósito?
N: ¿Lo qué? De ninguna manera, reverendo padre; no creí que un poco de perejil, albahaca u orégano constituyeran ningún diabólico propósito. Únicamente quise hacer más agradable la comida de los monjes. En mi país, sabe usted, se usan mucho las especias.
A: Sí, sí, acá también. ¿No se dio cuenta que estamos en Asia?
N: Claro, reverendo padre, eso hace posible cultivarlas muy fácilmente; y además supuse que los monjes, en su mayoría naturales del país, estarían acostumbrados.
A: ¿O sea que usted persiste en negar que haya seguido ninguna tentación al pecado con todo esto?
N: Lejos de mí, reverendo padre: yo acudí a este santo lugar a vivir en compañía de santos monjes, a fin de intentar llegar yo mismo a la santidad, después de inenarrables excesos que sólo mi confesor conoce.
A: Pero si su confesor soy yo, hermano Nepomuceno...
N: Por eso le digo que son inenarrables y que sólo usted los conoce...ría, de saber el idioma que hablo.
A: ¿Me está cargando?
N: De ninguna manera, reverendo padre, usted mismo no puede dejar de reconocer la entera veracidad de mis palabras.
A: Bueno, bueno. Vamos a dejar por acá este asunto. Voy a pasar esta noche en oración, a ver qué me inspira el Altísimo para resolver todo esto.

Y así fue. El abad pasó en oración esa misma noche, pidiendo al Señor la solución a tan complejo dilema. Si logró conseguirla o no, nunca se sabrá, ya que murió mientras oraba. Los monjes, sensibilizados por tamaña pérdida, aunque a regañadientes la mayoría de ellos, le pidieron al Hermano Nepomuceno que abandonara el monasterio y reanudara su anterior vida de artista, por el amor de Dios.

Todo su ser se rebelaba ante semejante petición, pero ya que se lo planteaban en esos términos, Nemo pensó que por lo menos podía darles gusto con abandonar el monasterio. Reunió sus escasas pertenencias y se fue con lágrimas en los ojos. Empezó a caminar sin rumbo fijo, hacia donde Dios en Su Misericordia lo llevara. Caminó mucho tiempo, no supo cuánto, porque no le importaba. Quiso el Altísimo guiar sus pasos hacia uno una ermita abandonada en la ladera de un monte, bastante lejos de cualquier población. Estaba en ruinas, pero Nemo creyó ver en ello una señal divina. Con alegría reedificó el deteriorado edificio y se hizo ermitaño, viviendo en un feliz sosiego lleno de paz por varios años, hasta su muerte, agradecido en su fuero íntimo de que por fin lo hubieran dejado de molestar con estupideces.

Hija e'tigre

María Inés Peyrallo